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sábado, 9 de julio de 2011

Apuntes para la construcción de una agenda política pro género que incorpore a los hombres

Por José Olavarría

Esta ponencia intenta situarse en el debate iniciado -proyecto político-social de cohesión social- desde las transformaciones producidas en las últimas décadas en los órdenes familiar y salarial, directamente asociados a las relaciones entre hombres y mujeres en la región. Más que profundizar en la discusión sobre un nuevo contrato social entre hombres y mujeres, se pretende poner sobre la mesa estos apuntes para la construcción de una agenda política pro género que incorpore a los hombres. Ello es posible, en parte, por los hallazgos de los estudios sobre hombres y masculinidades. Se propone líneas de trabajo referidas especialmente a: conciliación trabajo-familia; vida familiar y paternidad; fecundidad, salud y derechos sexual y reproductiva; adolescentes, y violencia intrafamiliar.

Presentación

A partir del debate del Foro 3, “Un proyecto político-social de cohesión social”, y especialmente de las ponencias de María Jesús Izquierdo y Pilar Carrasquer se abre una serie de preguntas en torno a lo que se ha denominado un nuevo contrato social entre hombres y mujeres, que reformula el pacto originario. Si uno se remonta en la historia podría quizás asociar ese pacto con el existente en el Derecho Romana, fruto del pacto entre los pater familia. Si fuese así, ese es un pacto entre hombres, patriarcal. María Jesús (2007:2), haciendo referencia a Carole Pateman (1995), indica que “el pacto originario,…, es un pacto patriarcal en el sentido que establece el orden de acceso de los hombres al cuerpo de las mujeres. Así como la libertad se convierte en atributo masculino. De hecho, la exclusión de las mujeres más que una característica del pacto de ciudadanía, es una condición de posibilidad”.

Este pacto no es de todos los hombres, es de los pater familias, un pequeño grupo que tiene poder sobre el resto de los hombres y por supuesto sobre las mujeres. El pacto original –como todo orden social- está asentado en la fuerza, en la capacidad de represión que tienen en este caso los pater sobre aquellos/as díscolos/as que no lo aceptan. Pero con el tiempo, o interpretando el sentir y los mandatos culturales de su tiempo, ese pacto tiene la capacidad de devenir en hegemónico y ser reconocido como propio por los varones, en cuanto les da poder sobre “sus” mujeres e hijos/as, y por las mujeres –a su pesar- en los derechos que les da a los hombres sobre ellas.

Como consecuencias del debate del Foro mencionado surgen algunas preguntas que me parecen particularmente importantes, la primera, que surge de lo anterior es ¿por qué ahora –en las últimas décadas- se plantea con fuerza y en lugares muy distantes entre sí la pregunta sobre la reformulación del pacto y la importancia de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres? La segunda, ¿por qué debería ser una pregunta que se hagan los hombres? Y la tercera, ¿existe un actor social con una agenda que agrupe y represente a aquellos hombres que estarían dispuestos a “negociar” un nuevo contrato social?

Por supuesto, no pretendo responder a esas preguntas, pero si abrir o continuar el debate en torno a ellas. Es necesario recordar, sí, que recién en los años ochenta comienza en las ciencias sociales, de manera sistemática y acumulativa, la investigación sobre los hombres. Estos pasan a ser objeto de estudio. Sus cuerpos, subjetividades, comportamientos y aquello denominado “lo masculino” es sometido a escrutinio científico; se comienza a “de-construir” la masculinidad, a “desnaturalizarla” (Valdés 2001). A partir especialmente de la segunda mitad de los noventa se abrió en la región el crisol de preguntas e intereses en torno a los estudios sobre hombres y de masculinidades. Desde hace aproximadamente quince años diversas investigaciones y encuentros nacionales y regionales de investigadores/as y responsables de políticas y programas públicos debaten sobre los hombres, la masculinidad dominante, la crisis que les estaría afectando y los efectos que tiene especialmente en la sexualidad, la salud sexual y reproductiva, la paternidad, las familias y la violencia doméstica, por señalar algunos tópicos. Estas investigaciones y eventos han planteado hipótesis y respuestas, algunas de las cuales se transformaron en libros y artículos.

También es conveniente recordar que no es posible encontrar un actor social con amplia representación y una agenda política en trono a las cuestiones de género que agrupe a los hombres. Hay sí, actoría social en torno a los movimientos gay, con una agenda que van más en la línea de reconocimiento a la diversidad, a los derechos humanos y al acceso a la prevención, atención y medicamentos del VIH/SIDA. Pero desde el ámbito de la heterosexualidad son casi inexistentes, con excepción de algunos grupos que reclaman derechos al ejercicio de su paternidad en aquellos casos en que las madres de sus hijos no les dan acceso a estos/as (visita, tuición compartida, entre otras).

Es posible, asimismo, observar debates y demandas que apuntan a cuestionar, tanto por mujeres como por hombres, la masculinidad y la paternidad de los hombres así como la feminidad y la maternidad de las mujeres en la vida cotidiana y en las relaciones directas de los hombres con las mujeres y entre los propios varones y mujeres. No hay que olvidar que las vivencias subjetivas y las relaciones interpersonales cara a cara están insertas en mundos sociales y culturales que las incluyen y las condicionan.

Es necesario profundizar en ellos para entender el alcance de tales cuestionamientos, de los posibles procesos que pueden estar generándose en torno al poder y la vulnerabilidad de hombres y mujeres, así como de las demandas por una posible agenda orientada a responder a tales cuestiones. Este debate nos puede dar luces en relación a las preguntas planteadas inicialmente.

I Cambios al finalizar el novecientos y crisis de la masculinidad y la paternidad

Una gran pregunta que se plantea en el debate actual, que se ha generado en relación a la crisis de la masculinidad y la paternidad, es si ésta afecta fundamentalmente a los hombres o es parte de un proceso mayor. La hipótesis que ha sido aceptada crecientemente es que ha entrado en crisis no sólo la masculinidad sino que las formas en que se estructuró la vida entre hombres y mujeres durante gran parte del siglo XX. Se afirma que es una crisis de las relaciones de género, que en el caso de los varones se estaría manifestando como crisis de la masculinidad.

La crisis del sistema de sexo género predominante en la región se comenzó a hacer visible a partir de los setenta -y especialmente de “la década perdida” de los ochenta- cuando diversos procesos potenciaron entre sí tal crisis –algunos de los cuales se mencionará a continuación- y a la presencia de actores que tenían y tienen intereses específicos sobre el desarrollo e impacto de tales procesos a partir de sus propias agendas; actores que tratan de imponerse sobre sus adversarios

Entre los procesos se destacan los generados: por las políticas de ajuste económico; la reformulación del papel del Estado; la creciente globalización de la economía y de los intercambios culturales; la ampliación de los derechos humanos a derechos específicos de las mujeres y niños y al reconocimiento de la diversidad sexual y social; los cambios demográficos; y la presencia de la pandemia del VIH/SIDA y de las actorías gay, lésbico, bisexual y trans.

Por su parte, se enfrentan actores sociales que tienen intereses en pugna en estos procesos y buscan impactos que fortalezcan sus propios intereses con la reformulación del Estado, la (re)organización social del trabajo, el reconocimiento de derechos, el uso de los recursos públicos. Actores que se enfrentan por el control del aparato del Estado, del proceso legislativo, del diseño e implementación de políticas pública y el uso de los recursos públicos. Para ello establecen alianzas entre algunos, según sea el área de conflicto, y tratan de imponer sus criterios en los procesos mencionados a través de sus partidos políticos, organizaciones empresariales, religiosas, gremiales, ONG’s, por señalar algunas. Actores que tienen acceso a recursos de manera desigual, unos pocos con grandes medios financieros y un amplio control de medios masivos de comunicación, y otros con un mayor reconocimiento por parte de la población y especialmente de los y las ciudadanos/os al momento de expresarse en la elecciones nacionales.

El orden de género predominante durante gran parte del novecientos entra en crisis por los procesos sociales y culturales que se generan a partir del último cuarto del siglo. Estos procesos -y las actorías que tratan de condicionarlos a sus intereses- han tenido y tienen un fuerte impacto, no siempre buscado, en la forma en que se relacionan hombres y mujeres; en las relaciones e identidades de género. Sus consecuencias se observan especialmente en la vida familiar y el trabajo; en la política sobre los cuerpos, la sexualidad y la reproducción; en la intimidad y las vivencias subjetivas de las personas, y en la institucionalidad que establece el orden que se trata de imponer.

1.- El orden predominante durante el siglo pasado y su crisis

a) Vida familiar y trabajo
El sistema de sexo/género que ha entrado en crisis es el que se estructuró a partir de la revolución industrial, con la separación de lugar del trabajo y de la vida familiar (Jelin 1994). Se comenzó a consolidar en el sector urbano de la región desde fines del siglo XIX y especialmente en las siete primeras décadas del siglo pasado. El orden social que entonces se pregonó trató de instaurar un tipo de familia distinta a la prevaleciente en la sociedad agraria y tradicional: la familiar nuclear patriarcal donde el varón, como autoridad paterna y guía, proveía y dominaba sin contrapeso la vida cotidiana, distinguía entre lo público y lo privado: el trabajo, la política y la calle para los hombres y la crianza, acompañamiento de los hijos y cuidado del hogar para las mujeres; establecía la división sexual del trabajo: los hombres en la producción y las mujeres en la reproducción. El amor romántico, la libertad para elegir al/a cónyuge y el matrimonio para toda la vida eran, asimismo, parte de este orden familiar.

Ello fue acompañado de una legislación, especialmente tomada del derecho civil napoleónico -que le daba la autoridad al varón dentro de la familia y exigía obediencia de la mujer-, y de una organización del trabajo que permitiría a los hombres ser proveedores principales o únicos del hogar mientras las mujeres criaban y cuidaban de sus hijos y hogar, esto último fue en muchos casos más un discurso ideológico que un logro efectivo.

La organización del trabajo, que permitió este tipo de relaciones entre hombres y mujeres, se basó en el trabajo asalariado y en el contrato de trabajo -en principio indefinido- para esos asalariados mayoritariamente hombres y se sustentó en políticas de redistribución del ingreso para mejorar la calidad de vida de las familias de clase media y obreras y, en la medida que los recursos del Estado lo permitían, en políticas habitacionales (la vivienda social), servicios educacionales y de salud (ambos públicos y gratuitos, y obligatorio los de educación hasta cierto grado) y diversos subsidios, asociados en muchos casos al precios de los alimentos considerados básicos. Se estableció así, un pacto social de conciliación entre trabajo y familia que buscó compatibilizar la producción de riquezas con la reproducción de las familias que permitían esa riqueza; el orden social descansaba en ello. El estado de bienestar lo hizo posible dentro de sus recursos y capacidades (Olavarría 2002).

b) La política sobres los cuerpos, la sexualidad y la reproducción
La situación demográfica entre 1950 y 1955 mostraba para la región una tasa global de fecundidad de 5,9 hijos por mujer, la esperanza de vida era algo más de 50 años (53,5 las mujeres y 50,2 los hombres en el mismo período) (Valdés y Gomáriz 1995) y permitía un ciclo de vida que se completaba generalmente cuando los hijos del matrimonio único e indisoluble alcanzaban cierto grado de autonomía, luego los progenitores morían. La sexualidad de las parejas estaba marcada por la reproducción, no había anticonceptivos de uso masivo y era en gran medida controlada por los varones, toda vez que de ellos dependía la gestación de los hijos al controlar a sus mujeres que les debían obediencia.

Las relaciones de género estaban asimismo basadas en la interpretación y construcción que se hizo del cuerpo de hombres y mujeres desde el enciclopedismo y la revolución francesa y que tuvo gran influencia, no sólo en el común de la población, sino también en organizaciones y asociaciones científicas, jurídicas y culturales. Cuerpo de mujeres definidos como pasivos, contrapuestos a los de varones, activos y muchas veces incontrolables. Lo anterior supuso una distinción marcada entre “los sexos”, una dicotomía de intereses. Los hombres son hombres y las mujeres son mujeres; el “deseo sexual” es caracterizado como una fuerza natural irresistible, un “imperativo biológico” misteriosamente ubicado en los genitales (sobre todo en los órganos masculinos), que arrasa con todo lo que tiene enfrente. Les señalaba a los varones que la heterosexualidad era lo normal, sano e imponía un límite relativamente preciso que no era posible traspasar, dentro de los cuales les era permitido comportamientos que afirmaban su poder y arbitrariedad en relación a las mujeres. Más allá estaba lo abyecto (Fuller 1997, Butler 2002). Su consecuencia fue un modelo piramidal del sexo, una jerarquía sexual que se extendió/extiende hacia abajo desde la corrección aparentemente otorgada por la naturaleza al coito genital heterosexual (Weeks 1998). (Olavarría 2001a).

c) Subjetividad e institucionalidad
Este orden de género, estaba y está profundamente asociado a la subjetividad e identidad de las personas, a cómo sienten y actúan en cuanto hombres o mujeres, hetero u homosexuales; a lo que se estima es lo masculino y lo femenino. Se sostuvo y sostiene en los espacios y relaciones interpersonales, en la vida íntima y se legitima –se hegemoniza- al nivel más profundo de la conciencia de todos y todas. Interpreta sus identidades de género como parte de la naturaleza, de la biología. La vida es así, hay que aceptarla como viene. A la vez le señala a los hombres que para llegar a ser adultos en plenitud deben someterse a una ortopedia, ser hombre requiere de un aprendizaje. Es un camino difícil, pero tiene sus recompensas (Fuller 2001, Olavarría 2001a, Viveros 2002). 

d) La institucionalidad que establece el orden aceptado
Las relaciones de género que se consolidaron durante el siglo XX, con sus inequidades en los distintos ámbitos de las vidas de hombres y mujeres, tuvieron y tienen un importante componente institucional -originado en la sociedad civil y en Estado- que las hizo posibles y permitió su desarrollo, legitimación y reproducción. La consolidación de este orden ha estado asociado a mecanismo de reproducción que están insertos en los distintos espacios de la vida de las personas: al interior de los propios núcleos familiares: donde los padres enseñan lo que se debe hacer y reproducen los sentidos subjetivos y las prácticas en sus hijos/as; la educación formal que integra a los niños/jóvenes a un mundo social y cultural del que forman parte y que socializa en las distintas jerarquías de clase, género, etnia dominantes; a un ordenamiento jurídico que lo hizo y hace posible mediante legislación, derechos y códigos, jurisprudencia y administración de la justicia; a la organización del trabajo, que posibilitó la conciliación trabajo – familia; a la política en relación a los cuerpos que implementó mecanismos de reproducción que indicaban e indican lo que era natural, normal y aceptable y desarrolló instrumentos de vigilancia que estuvieran presentes tanto en la vida social como íntima de hombres y mujeres.

2.- Cambio y crisis de fines del novecientos
En las últimas décadas del siglo pasado comenzó a entra en crisis ese orden de género, cuando las bases principales en que se sustentaba fueron resentidas. La conciliación entre vida familiar y trabajo se vio fuertemente afectada desde los ochenta con las políticas de ajuste y la reformulación del papel del Estado. La pérdida significativa de puestos de trabajos estables, mayoritariamente ocupados por hombres, y la incorporación masiva de mujeres a trabajos precarios marcó uno de los puntos de inflexión. Un porcentaje importante de mujeres era parte del mercado de trabajo desde antes, pero a partir de los ochenta se produce su ingreso masivo para buscar ingresos que complementen los de su pareja y mejorar la calidad de vida de sus hogares o directamente para proveerlos ante la ausencia del varón.

En las décadas recientes se constata un proceso de empoderamiento de las mujeres: creciente autonomía por ingresos propios, más años de escolaridad y mayor calificación de los puestos de trabajo que ocupan. Ello afectó una de las bases del orden de género al erosionar la rígida separación entre lo público y lo privado y, en alguna medida, la división sexual del trabajo. La capacidad de proveer del varón se vio y ve, en muchos casos, disminuida e insuficiente para mantener su núcleo familiar al precarizarse sus trabajos, tanto en los montos de remuneración como en la estabilidad en sus puesto. La autoridad del hombre como jefe de hogar ha sido afectada al ser más precaria su calidad de proveedor (Olavarría 2001b, 2002).

El pacto de conciliación entre trabajo y familia, que había sido la base del orden a lo largo de gran parte del siglo XX, quedó en los hecho desahuciado por quienes tuvieron el poder y la capacidad de redefinir el papel del Estado en las últimas tres décadas. El Estado, garante de la conciliación entre la vida familiar y la organización del trabajo, se transformó en subsidiario de la actividad privada, la que rediseñó la organización del trabajo en función de sus intereses y de las demandas de una economía que se globaliza. Las políticas redistributivas, de estabilidad en los puestos de trabajos dejaron de ser tales; los servicios públicos de salud y educación se privatizaron en parte y bajó su calidad de atención en aquellos que atienden a la población más carenciada. Los recursos del Estado se orientaron y orientan fundamentalmente a los grupos de extrema pobreza. Los problemas que enfrentan las familias también se privatizaron, son de su propia incumbencia. La familia nuclear patriarcal entra en crisis.

Asimismo, entra en crisis la política que había dominado sobre los cuerpos. Desde los sesenta comenzó la masificación de los anticonceptivos femeninos, inicialmente promovidos como una forma de disminuir la tasa de fecundidad entre las familias más pobres. Esta disminuyó, pero además permitió que las mujeres crecientemente controlaran su fecundidad y muchas pudieran redefinir su propia sexualidad y comportamientos reproductivos. No sólo era tener hijos y planificarlos, también se podía gozar de la intimidad sexual. A partir de ese momento las decisiones reproductivas pasaron, en gran medida, a ser mediadas por las mujeres como no lo había sido antes en la historia de la humanidad; pero se les hizo responsable de la salud reproductiva y su cuerpo se transformó en objeto de experimentación e intervención para la anticoncepción.

En este período se presentan importantes cambios en el perfil demográficos de la población de la región; disminuye significativamente la tasa de fecundidad (a 2,5 hijos por mujer entre 2000 y 2005), aumenta considerablemente la esperanza de vida, hasta 71,9 años para el conjunto de la población (75,2 años para las mujeres y 68,8 para los hombres en el mismo período) (CEPAL 2007). Todo ello ha cambiado profundamente la relación con los cuerpos. Se distingue entre sexualidad y reproducción, como experiencias diferentes. Sólo se tiene dos o tres hijos en la vida, pero la intimidad sexual se puede extender por muchos años. Adquiere cada vez más importancia las expresiones y experiencias de comunicación con el cuerpo, el placer. El cuerpo pasa a ser un campo de dominio personal y una expresión de la propia identidad: se puede cuidar, modelar, ornamentar según el propio juicio.

A partir de la epidemia del VIH/SIDA la homosexualidad y la población lésbica, gay, bisexual y trans pasan a ser visibles. Se reconoce su presencia en distintos ámbitos: sus vidas, relaciones sociales, vida de pareja, centros de diversión y encuentro; se crean organizaciones que les representan y comienzan a asumir actoría social y a formular una agenda propia.

Los procesos antes mencionados, así como la globalización cultural y el conocimiento de otras formas de vivir, sentir y actuar impactan profundamente en las subjetividades e identidades de hombres y mujeres, tanto en su intimidad, en la vida familiar como en la relación con los cuerpos propios y ajenos; les lleva a cuestionar muchos de los aprendizajes y mandatos sociales sobre qué se espera de hombres y mujeres. La forma dominante de ser hombre, la que ha hegemonizado la masculinidad, para muchos varones resulta lejana y ajena a sus vivencias y contradice lo que quisieran ser y hacer. Si antes, en muchos/as, generaba culpa no adaptarse a las mandatos hoy a lo más produce vergüenza.

La institucionalidad que legitimaba y sigue legitimando este tipo de relaciones de género y de masculinidad, no tiene respuestas para muchos de los dilemas que se presentan y pasa a ser cuestionada crecientemente. La familia tradicional, la organización del trabajo, la educación formal y los sistemas de salud, la juridicidad y la administración de justicia, la programación de la televisión y sus libretos y programas, por señalar algunos, pasan a ser centro del debate.

En este sentido tanto la vida familiar, la organización del trabajo, la política sobre los cuerpos, la subjetividad e identidad de hombres y mujeres y la institucionalidad que se impone son objeto de disputa por parte de actores sociales que pugnan entre sí; algunos para mantener su dominio, legitimando un orden quizás mucho más autoritario y conservador, y otros/as por una sociedad que acepte y reconozca la diversidad, más justa, equitativa y democrática. La lucha ideológica y el enfrentamiento cultural están en la discusión diaria. El debate entre posiciones conservadores que tratan de mantener el orden tradicional, aunque sea con otra cara, y las posiciones progresistas que fomentan el desarrollo de la ciudadanía, la participación y transparencia, en un proceso democrático, está presente.


II Cuestiones en torno a los varones y mujeres y las políticas públicas

El estado actual de la investigación sobre hombres permite plantear las siguientes líneas de trabajo para estructurar una agenda pro género que los incluya.

1.- La conciliación trabajo-familia y la vida familia
En este nuevo orden social el trabajo es el ordenador de la vida de las personas como nunca antes; es el medio a través del cual la sociedad distribuye los recursos; el que no tiene trabajo es vulnerable, está en situación de riesgo y precariedad, no tiene ingresos, ni acceso a previsión, vivienda, salud, seguridad social. En la medida que se ha ido consolidando el nuevo orden éste ha dejado a los hombres que viven de un salario sin el basamento histórico que tenían para ser los protectores, autoridades y proveedores principales -muchas veces únicos- de sus familias: la seguridad y continuidad en su puesto de trabajo. Los hombres son los que, según el modelo de masculinidad dominante, deberían asegurar una calidad de vida mínima aceptable a su núcleo familiar.

Pero ¿cómo conciliar las demandas de una economía que se globaliza, de un sistema de producción flexible, con los requerimientos que plantean hombres y mujeres trabajadores/as? Este proceso involucra actores que tienen intereses contrapuestos. Para las empresas su acumulación, sobrevivencia y expansión están asociadas crecientemente a la capacidad de competir en mercados que están más allá de las fronteras de su estado nacional, y se acentúa en la medida que los tratados de libre comercio se multiplican. Deben estar más atentas a los potenciales competidores y adecuar sus procesos productivos, muchas veces asociados a costos y entre éstos a las remuneraciones al trabajo. Los trabajadores y trabajadoras buscan, por su parte, disponer de empleos estables que les permitan ingresos suficientes para una calidad de vida considerada aceptable, autonomía personal y tiempo para la familia, el ocio, la recreación y la capacitación. Si el trabajo es el eje ordenador de la vida de las personas el problema que se plantea es cómo conciliar el trabajo y vida privada, donde la familia, en sus distintas expresiones (biparentales, monoparentales, abuelos/tíos con nietos/sobrinos, entre otras), sigue siendo un eje central en la organización de la vida de las personas. Los cambios producidos en el último tiempo han comenzado a crear conciencia y hacer visible las profundas inequidades que se están generando. Cada vez es más evidente que los procesos macrosociales y económicos así como la disponibilidad de recursos que hacen de nexo entre esas políticas macros y la vida cotidiana están íntimamente asociados a los cambios mencionados y a la calidad de vida de las personas.

Pero, pese a lo anterior, no se ha hecho un debate sistemático ni una reflexión que apunte a analizar cómo los cambios en la economía han afectado a las personas y sus familias por parte de los actores públicos más significativos. Si la crisis económicas son cíclicas y las políticas de ajuste son las respuestas consideradas adecuadas para hacerles frente, ¿cuáles serían las nuevas “realidades permanentes” de la economía y la organización del trabajo que están afectando la vida privada de hombres y mujeres y a sus familias? La ausencia de un debate público invisibiliza y lleva a desconocer en los hechos los efectos que los cambios han tenido en la vida familiar, la constitución y estabilidad de los núcleos familiares, las relaciones entre los cónyuges y de éstos con los/as hijos/as. Se manifiesta en la precariedad y a veces ausencia de marcos legales y de regulaciones que protejan a las personas y núcleos familiares que han sido afectados por estos procesos, empobreciéndolas y dejándoles muchas veces en el desamparo, al no posibilitar el acceso a educación, salud, vivienda, jubilación, entre otras prestaciones. Se limita la libertad e intimidad de las personas en las decisiones sobre su vida familiar y no establece con claridad derechos y obligaciones que permitan relaciones de respeto, autonomía y equidad entre hombres y mujeres y de estos con sus hijos.

Lo que se observa es la distancia creciente entre las políticas públicas y el uso de recursos públicos, con las nuevas realidades que se constatan en la vida íntima de mujeres y hombres, en sus proyectos de vida y de familias y en los procesos de búsqueda de mayor equidad entre los géneros. Se hace urgente establecer políticas de Estado que garanticen a los habitantes de la región –hombres/mujeres, hetero/homo/bi/trans, niños-as/jóvenes/adultos, ricos/pobres, mestizos/de pueblos originarios, nacionales/inmigrantes- la constitución y estabilidad de sus núcleos familiares, el reconocimiento de su diversidad, la equidad de género, la conciliación entre las familias y el trabajo, la existencia de una legalidad que establezca derechos y obligaciones en cada uno de estos espacios y de un ordenamiento normativo y administración de justicia que vele por su cumplimiento.

2.- La fecundidad de los varones y la reproducción
El orden familiar que entró en crisis centró en la madre la reproducción. El binomio madre-hijo ha sido el centro de las políticas de salud pública, así lo ratifica el discurso público y la interpretación de los datos que producen la “realidad” de la reproducción; ésta corresponde a las mujeres. Ellas son las fecundas y las responsables de la reproducción; los hombres tienen una participación ocasional y (casi) accidental en la fecundidad de las mujeres. Pasado el momento de la concepción, si es que hay coito, o incluso desde la inseminación artificial misma –cuando se hace uso de bancos de semen- la fecundidad es un espacio feminizado.

Las series estadísticas históricas que se han construido relativas a la fecundidad se han hecho sobre la base de la información tomada de la reproducción (hijos nacidos vivos) de las mujeres, así sucede con las tasas de natalidad, que corresponden a la natalidad de las mujeres. Estas estadísticas han permitido “construir” la realidad de la reproducción y fecundidad de la población. Pero ha invisibilizado la fecundidad y reproducción de los hombres

Pero esta realidad construida, expresada en las estadísticas a partir de una mirada de los cuerpos ya sea como productores, en el caso de los hombres, o reproductores en el de las mujeres, olvida que los comportamientos reproductivos de hombres y mujeres no son iguales, como no lo es la esperanza de vida, las tasa de mortalidad ni las causas de éstas, o los perfiles de enfermedades crónicas y mentales. La evidencia cotidiana sobre la vida reproductiva de los varones muestra que en general va más allá del intervalo de entre 15 y 49 años que se señala para las mujeres; no es menor el dato de que los hombres no tengan menopausia.

El mantener invisibles a los hombres en la fecundidad y el proceso reproductivo no permite iniciar el debate sobre la crianza y el acompañamiento de los hijos entre hombres y mujeres, en definitiva sobre la división sexual del trabajo y el trabajo doméstico. Los cambios en las dinámicas familiares y en la distribución de tareas en su interior, va más allá de la disposición personal de hombres y mujeres en cada núcleo familia, requiere de debate público, estadísticas que lo informen, legislación que permita las modificaciones, en definitiva de una profunda intervención cultural. Debe por tanto, incorporarse a la agenda pública, pues de ello, en gran medida, depende que sea posible a hombres y mujeres de disponer de medios para participar indistintamente en las esferas públicas y privadas. 

 

3.- La paternidad de los hombres
Distintas investigaciones, tesis de grado, entrevistas y artículos de periodismo de investigación indican que para los varones, en general, la experiencia de los hijos y la paternidad es una de las más satisfactorias, sino la más, y es en la que encuentran gratificaciones y sentido para sus vidas. El nacimiento de un hijo es participar en la creación de otra persona y la culminación de una etapa de sus vidas. Tener un hijo le permite compartir su propia vida con un niño y la da sentido a su existencia. En muchos casos es la consolidación del núcleo familiar y de la relación con su esposa/pareja (Olavarría 2001b).

Pero nuestra cultura ha centrado en la madre la reproducción; el binomio madre-hijo ha estado en el centro de las políticas de salud pública. Se visibiliza principalmente a la mujer como la protagonista y responsable. Responsabilidad que reafirma y reproduce en el tiempo la institucionalidad de la salud, como se mencionó antes.

Los hombres, según la interpretación vigente de la concepción, tienen una participación ocasional en la fecundidad de las mujeres, en el mejor de los casos les acompañan. Aunque se espera de ellos que cumplan como proveedores y protectores de la madres y el/a hijo/a. Esta interpretación permite a los hombres no cubrir las prestaciones que tradicionalmente han dado las mujeres, pese a que en  las investigaciones con hombres se observan demandas que van más allá de su calidad de proveedores en relación a su pareja e hijos. Especialmente los jóvenes manifiestan su interés en involucrarse activamente en la reproducción, en ser partícipes conscientes en la concepción de sus hijos o de la contracepción, así como en su crianza y acompañamiento, pero es evidente que no es suficiente la declaración de deseos o el participar en ocasiones o durante un cierto período de tiempo en actividades de este tipo para que se avance en este sentido. Por mucho que los hombres expresen interés subjetivo por reconocerse y ser activo en la reproducción, hay una organización del trabajo y un ordenamiento social y sanitario que lo hace extremadamente difícil.

A lo menos en tres ámbitos de la salud reproductiva se invisibiliza la paternidad de los hombres con graves consecuencias, en algunos casos, para ellos, sus parejas e hijos/as: la concepción y contracepción, el embarazo y el aborto. Es evidente que estas tres vivencias tienen un componente biológico indiscutible, se producen en el cuerpo de las mujeres, pero no por ello corresponden exclusivamente o únicamente a éstas. Por el contrario, adquieren sentido y se interpretan en el contexto sociocultural en el que se producen y por tanto son procesos que van más allá del cuerpo y la voluntad de la propia mujer; pueden interpretarse de maneras múltiples y variadas tanto por éstas como por los varones que participan en cada uno de esos procesos. La concepción, la contracepción, el embarazo y el aborto son vivencias que han estado y están reguladas socialmente. No sólo participa la mujer, sino también el hombre que es su pareja (permanente u ocasional), sus padres, parientes, vecinos, el/la farmacéutico/a, el personal de salud, la autoridad religiosa; son procesos de negociación y conflicto, aunque no necesariamente se les verbalice. Tener o no tener un hijo, acoger el embarazo o abortar son decisiones que están fuertemente normadas, desde las concepciones religiosas, morales y jurídicas, pero sólo se hace visible a la mujer, pese a que crecientemente los hombres expresan su  interés.

También se enfrentan a su capacidad reproductora cuando tienen que acudir a programas de fecundidad asistida, por insuficiencias y debilidad de sus espermatozoides, o a urólogos y/o psicólogos por problemas de erección o eyaculación precoz.

Dentro de las orientaciones a tener presentes se debería reconocer expresamente que las decisiones sobre la concepción, la contracepción, el embarazo y el parto de un hijo pertenecen a la madre y al padre, y que ambos deben estar de acuerdo. Debe ser el resultado de un proceso donde las decisiones y responsabilidades son compartidas. Se les debe aportar el respeto y el soporte que ellos/as necesiten para contar con un medio seguro y digno en cada una de esas decisiones, así cono reconocer que la decisión final les pertenece a madres y padres.

Se debe respetar la pluralidad de significaciones personales y culturales que la madre, el padre y la comunidad atribuyen a la concepción, contracepción, embarazo, parto, al nacimiento y a la incorporación de un nuevo miembro a la familia. Esto en el contexto de los derechos humanos y las convenciones internacionales.

Se requiere, por tanto, incentivar a los hombres a ejercer su paternidad, a ser coparticipes y corresponsables de la salud reproductiva, de las decisiones, los procesos y momentos que ello implica. Participación que revise y reestructure la actual división sexual del trabajo y el trabajo doméstico entre hombres y mujeres, y ponga énfasis en el empoderamiento de los varones en su fertilidad y fecundidad y en la importancia de tomar decisiones concientes en este campo. Decisiones que deben ser compartidas con su esposa/pareja o la que será la madre. Para hacer posible este profundo cambio en la paternidad y salud reproductiva de los varones se necesita políticas públicas que lo permitan y estimulen. En el caso de Chile las Normas Nacionales sobre Regulación de la Fertilidad del Ministerio de Salud (2006) son un importante avance en este campo.

4.- La sexualidad y la salud sexual.
 
Se distingue, en las últimas décadas, entre sexualidad y reproducción, como experiencias diferentes. En general se tiene entre dos y tres hijos en la vida, pero la intimidad sexual se extiende por muchos años. Adquieren cada vez más importancia las expresiones y experiencias de comunicación con el cuerpo, el placer. El cuerpo pasa a ser un campo de dominio personal y una expresión de la propia identidad: se puede cuidar, modelar, ornamentar según el propio juicio.

En la sexualidad, la comunicación, la expresión de afectos, búsqueda de placer y el juego erótico pasan a ser componentes cada vez más importante en la relación de pareja y en su permanencia como tales, tanto en parejas heterosexuales como homosexuales. Al igual que en el campo de la reproducción, la tensión entre afectos, goce, responsabilidad y derecho también están presentes en la sexualidad. Y hacen patente los conflictos de identidad de género, el uso de recursos de poder y el fuerza del referente de masculinidad autoritario dominante.

Entre los desafíos que trae la sexualidad están las infecciones de transmisión sexual, el VIH/SIDA y el embarazo no deseado, agravados por la deficiente promoción y uso que se hace del condón. Ya a comienzos de los 90’ se generalizó el conocimiento de la existencia del VIH/SIDA en la población en general, en cambio, de las ITS la información es muy escasa; si bien los datos no son concluyentes, se constata que los varones tienen mayores riesgos de contagio de una ITS. En el caso de los/as adolescentes el sentido que adquiere la sexualidad así como los comportamientos asociados de sus búsquedas identitarias están indicando que no son ajenos a los riesgos que enfrentan y a las situaciones de vulnerabilidad en la que están actualmente inmersos, en relación a los embarazos no deseados, maternidad y paternidad adolescentes y a las infecciones de transmisión sexual (ITS) y al VIH/SIDA, pero pese a tener un amplio conocimiento sobre prevención no hacen uso de preservativos.

Las infecciones de transmisión sexual y del VIH/SIDA están asociadas asimismo, en alguna medida, a las tensiones de los hombres entre placer, afectos, responsabilidades y derechos. Es ampliamente conocido que la epidemia del VIH/SIDA ha afectado especialmente a hombres homo-bisexuales y el medio de contagio ha sido el contacto sexual. Es conocida, asimismo, la relación entre incremento del VIH/SIDA y los comportamiento sexuales desprotegidos y temerarios. En los años reciente ha comenzado a incrementarse la epidemia en mujeres heterosexuales e hijos nacidos de mujeres con VIH positivo, especialmente por prácticas bisexuales de sus parejas. Difícilmente se puede profundizar en el análisis en torno a los varones y sus sexualidades por la escasa información existente. Las investigaciones, desde el campo de la salud, en el caso de los varones homosexuales están especialmente circunscritas a los comportamientos de riesgo, cuando la hay. En general no han logrado dar cuenta de cuál es la población homosexual, ni de su “realidad”, opiniones y comportamientos sexuales. Esta situación la mantiene invisibilizada, desde la realidad de las estadísticas, pese a que la epidemia les afecta a ellos fundamentalmente. Menos aún se conoce de los hombres bisexuales y de la población trans. El debate sobre sexo responsabilidades y derechos -manteniendo la confidencialidad de las personas que solicitan el test de Elisa y de las personas que viven con VIH-, se hace cada vez más necesario en este espacio. Difícilmente se podrá profundizar en una agenda sobre salud sexual si no se profundiza en la investigación de los sentidos subjetivos, identidades y prácticas sexuales de los varones, distinguiendo cual sea su objeto de deseo.

5.- Los/as adolescentes, sus búsquedas identitarias y la salud sexual y reproductiva
Es importante destacar que una proporción creciente de menores de 20 años se está insertando en el sistema escolar, en algunos, como Chile, la cobertura de la enseñanza media sería del orden del 85%.

Los procesos sociales descritos y las tensiones que han generado en la vida cotidiana y en la intimidad de las personas han afectado profundamente a los/as adolescentes y jóvenes. En la búsqueda de sus propias identidades los varones tienen que confrontarse con referentes identitarios que han entrado en crisis (ser proveedor, autoridad, del trabajo). El mundo de los adultos está cada vez más lejano y la búsqueda por espacios de intimidad se encuentra especialmente entre sus pares y con sus enamorados/as. El lazo amoroso y la intimidad sexual pasan a ser experiencias cotidianas, aunque la relación sólo dure semanas o meses. Embarazos, paternidad, ITS, y VIH/SIDA pasan a ser cuestiones que no son ajenas a las tensiones en las que están insertos en su sexualidad (Olavarría 2006).

Es evidente la escasez de recursos que tienen los y las adolescentes para gestionar y prevenir el riesgo de embarazos no deseados / no esperados e ITS y VIH/SIDA. Las cifras observadas en encuestas y censos nacionales sobre tasa de fecundidad en esta población, tanto para mujeres como varones, así como la magnitud y extensión de los embarazos adolescentes y las cifras denunciadas de ITS, cuando las hay, son una demostración elocuente de la indefensión en que se encuentran los y las jóvenes. Son graves las falencia tanto de la Educación Sexual en los establecimientos educacionales como de la atención de salud sexual y reproductiva en los servicios de salud. Se constata que se está vulnerando el derecho a la salud sexual y reproductiva de estos y estas jóvenes.

La paternidad y maternidad en soltería en la adolescencia son hechos social y culturalmente nuevos por su magnitud y extensión y plantea la necesidad imperiosa de hacerlo visible entre los adultos, especialmente entre los que ejercen como consejeros de adolescentes y los que tienen capacidad de decisión especialmente en los ámbitos de la educación y la salud. Los embarazos, la maternidad y la paternidad de los adolescentes son consecuencias no deseadas ni esperadas para una proporción importantes de ellos/as, especialmente los/as que viven en condiciones de pobreza e indigencia. Señalan una realidad que se extiende y cruza todos los países.

La incorporación de las nociones de vulnerabilidad, construcción y gestión de riesgo posibilita una análisis más comprensivo de la situación que enfrenta la población adolescente frente al embarazo no deseado, la maternidad y paternidad adolescente, las infecciones de transmisión sexual y el VIH, y permite estructurar una agenda política hacia los y las adolescentes en el marco de los derechos humanos que comprenda los procesos de exclusión social como factores centrales en los problemas sociales señalados. Estos conceptos destacan los factores de carácter estructural -socioeconómicos y culturales- que inciden en los comportamientos individuales de los sujetos, y así trascender las perspectivas meramente conductuales. A partir de estas nociones es posible formular políticas públicas orientadas a la población adolescente, programas de promoción de derechos de la adolescencia y de la salud de esta población, programas de prevención y atención de la salud sexual y reproductiva y salud mental, que reconozcan derechos y actoría de los/las propios/as jóvenes y vayan más allá de las acciones sobre los individuos (Olavarría y Madrid 2005).

En este sentido las políticas públicas y las intervenciones que se hacen desde el Estado, dirigidas hacia la adolescencia, debieran estar orientadas especialmente a: modificar las condiciones que generan las vulnerabilidades, o al menos reducirlas; hacer una intervención cultural que permita sensibilizar y tomar conciencia acerca de tales vulnerabilidades; incentivar el surgimiento de nuevos patrones de comportamiento individuales y sociales que tengan como objetivo dar recursos a las personas, a las organizaciones e instituciones sociales para gestionar el riesgo; reconocer los derechos que los/as adolescentes tienen como sujetos en proceso de autonomía, e incentivar su actoría social.
La instalación de la Educación en sexualidad y afectividad en los establecimientos escolares es un requisito para que tanto niños, niñas como adolescentes sean reconocidos en sus derechos y puedan tener recursos y competencias para una vida social y afectiva armoniosas. Asimismo, es un requerimiento desde la salud sexual y reproductiva, y mental. Se le debe asegurar a esta población recursos para visibilizar sus vulnerabilidades y prevenir los riesgos de embarazos no deseados, las ITS y VIH/SIDA, así como de las diversas formas de violencia a las que se ven enfrentadas/os. La educación sexual se hace necesaria, es parte de los recursos que deben recibir estos niños/as y jóvenes para gestionar los riesgos a que se ven sometidos en su vida sexual y afectiva.

Las políticas e intervenciones públicas debieran apuntar fundamentalmente a: Promover los derechos establecidos en la Convención de Derechos del Niño y del Adolescente; reconocer sus derechos sexuales y reproductivos; promover la salud, la salud sexual y reproductiva y la salud mental; poner a disposición de esta población recursos que le posibiliten prevenir las situaciones de riesgo -en el contexto de sus vulnerabilidades -; facilitar el proceso de aprendizaje de la gestión de riesgo de los/as adolescentes como individuos, y en los grupos de pares, compartiendo conocimientos necesarios y apoyando el desarrollo de destrezas y habilidades, para que el proceso se lleve a cabo con plena libertad; impulsar el trabajo intersectorial, tanto entre las instituciones del Estado – ministerios, reparticiones públicas e instituciones autónomas- que tienen jurisdicción y atribuciones en aquellas esferas sociales que generan las vulnerabilidades antes mencionadas, así como entre los sectores públicos y privados que influyen directamente sobre las dimensiones de vulnerabilidad; poner a disposición consejería y asistencia de salud, cuando se presenten situaciones de embarazos no deseados, discriminación a la maternidad y a la paternidad, homofobia, violencia sexual, infecciones de transmisión sexual y de VIH/SIDA.

6.- Los hombres y la violencia intrafamiliar
La violencia intrafamiliar –o doméstica- es considerada actualmente un problema de salud pública de carácter prioritario por el impacto que tiene en la vida de las personas y de sus familias, y por los costos directos para el sistema de salud, los no monetarios (dolor y sufrimiento) y los efectos multiplicadores económicos (BID 1999). Su importancia ha sido subrayada por la OMS (2003) en el “Informe Mundial sobre Violencia y Salud” y por la OPS (2003) en “La violencia contra las mujeres: responde el sector salud”. Ambos documentos señalan que se debe cuestionar los sentimientos de inevitabilidad que rodean al comportamiento violento, y promover un debate al respecto, e indican que la conducta violencia y sus consecuencias pueden prevenirse, y que la salud pública debe fundamentar la lucha contra la violencia doméstica en investigaciones fidedignas y actualizadas. Se destaca que entre las características que a menuda acompañan la violencia en las relaciones de pareja es que la mayoría de los autores de la violencia son hombres; las mujeres corren el mayor riesgo con hombres que ya conocen (OPS 2003).

La violencia de los hombres contra las mujeres, en el ámbito doméstico, está basada en las relaciones de género que se establecen al interior del hogar, en un contexto de desigualdad, donde los hombres pueden ejecutar actos que afecten psicológica, física y/o sexualmente a las mujeres y niños/as a aquellas/os que les están subordinadas/os. (OPS 2003).

En los últimos años ha habido significativos avances legislativos y en la administración de justicia a partir de Belem do Pará. No obstante, la violencia doméstica y sexual -arraigada en el modelo dominante de relaciones de género vigente- sigue siendo un problema grave.

En general, las acciones que se han emprendido desde el Estado tienen principalmente carácter reactivo, se ponen en ejecución una vez que los hechos de violencia intrafamiliar se han producido. Se constata, en cambio, una menor atención a la prevención de la violencia de género, escasez de instrumentos que la incentiven, así como desconocimiento de la creciente acumulación de conocimiento de cómo las identidades, las relaciones de género y el espacio social y cultural en que están insertas, afectan las actitudes y comportamientos de hombres y mujeres en torno a la violencia y el potencial que hay en estos nuevos conocimientos para resolver pacíficamente y con mayor armonía los conflictos.

Se hace cada vez más necesario en las políticas de salud pública y de seguridad ciudadana diseñar e implementar programas integrados de prevención de la violencia doméstica, tomando al hombre como sujeto de las acciones de prevención. Acciones que se focalicen tanto en los varones -distinguiendo a los que han sido denunciados por actor de violencia de los que no- como en las mujeres que han sido objeto de maltrato, o que no la hayan sufrido directamente. Programas de prevención que se apoyen tanto en casos y testimonios de violencia como en el conocimiento que hay sobre la masculinidad de los hombres y cómo se prefiguran y configuran culturalmente las relaciones con las mujeres.

La prevención de la violencia de los hombres contra las mujeres en los programas de seguridad ciudadana, de educación y de salud pública requiere de estrategias de intervención cultural, que incentiven lo conversacional, permita visibilizar los mandatos culturales y de género que están en el trasfondo de esos comportamientos, y discernir nuevas formas de actuación que lleven a relaciones horizontales y reconozcan a sus mujeres como personas autónomas, con derechos sobre su intimidad, su cuerpo y su trabajo.

Para finalizar

Las líneas de trabajo propuestas, para construir una agenda política pro género que incorpore a los hombres, pueden dar luces para buscar respuestas a dos de las cuestiones planteadas al inicio: “¿por qué ahora –en las últimas décadas- se plantea con fuerza y en lugares muy distantes entre sí la pregunta sobre la reformulación del pacto y la importancia de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres?” “¿Por qué debería ser una pregunta que se hagan los hombres?”

Sobre la tercera pregunta, “¿existe un actor social con una agenda que agrupe y represente a aquellos hombres que estarían dispuestos a “negociar” un nuevo contrato social?”, quizás hoy día sea necesario partir por una agenda que sea concordada por hombres y mujeres que buscan establecer un nuevo contrato social, aunque no exista tal actor social.

Bibliografía
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[1] Sociólogo, Doctor en Ciencias Sociales UBA, investigador CEDEM, Chile

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